Según el gremio docente provincial, este año hay 52.000 alumnos menos en la EGB y 57.000 menos en el polimodal. La necesidad de trabajar o la falta de útiles o calzados aparecen como los principales motivos de la deserción. El ministro de Educación bonaerense afirma que es prematuro hablar de cifras, pero reconoce que la baja de inscriptos existe. En las escuelas ya hay cursos que deben cerrar. Dos historias.

 

«Peor es no darles comida»

Jimena es hermosa. Piel color tierra, ojos achinados, mirada penetrante y sonrisa seductora. Jimena tiene 2 años y le da vueltas y más vueltas a María Millán, su mamá, de 41. También se le cuelga del cuello y se le sube encima. Jimena es uno de los catorce hijos, de 25 a 2 años, de esta mujer de 41 años que recuerda que no hay nada más fecundo que el lecho del pobre. María se ríe cuando se habla del deber y el derecho de que los chicos estudien. Es que sus nueve hijos en edad escolar aún no comenzaron las clases y la letra de la Constitución Nacional o la Convención de los Derechos del Niño son más irreales que los dibujos animados de los superhéroes. «La culpa la tienen los políticos, que dicen que se reactivó esto, que se reactivó aquello y acá lo único que crece es la pobreza», dice con bronca y afirma que «ahora estamos peor que hace dos años porque la carne, el azúcar, todo está más caro».

«Es muy duro no poder mandar a tus hijos a la escuela, aunque peor es no poder darles de comer. Sobre las dos cosas hablamos mucho, cuando vamos al comedor comunitario les digo que eso no es lo normal, que todas estas carencias son porque nos están robando», explica con paciencia de maestra esta madre que por esos derechos vulnerados salió de la cocina para cortar una ruta junto a la Corriente Clasista y Combativa. También afirma que sus hijos quieren ir a la escuela, cuenta que «todos los días me preguntan ‘¿hoy vamos a ir?’ Están desesperados porque ven que todos los chicos ya empezaron». Cuando se le pregunta a su hijo Gabriel, de 8 años, entre timidez y sonrisas se anima a un bajito, pero sincero «quiero ir porque ahí están mis amigos».

El caso de los hijos de María no es la excepción: asegura que en el barrio son muchos los privados de la educación. Confirmando el hecho, todos recuerdan que en la EGB 64 del barrio colgaba un cartel: «Si no tenés zapatillas vení en ojotas. Si no tenés útiles vení que los conseguimos». Pero las madres saben que los chicos copian a los adultos y pueden ser hirientes. «Les da vergüenza ir con zapatillas viejas o guardapolvos remendados porque los compañeros los cargan», explica María y se desvía del tema para admitir que entiende la bronca de los antipiqueteros, pero ofrece un desafío: «Que vengan a vivir una semana, una sola semana, como vivimos nosotros. Después volvemos a hablar». Los Millán viven en Solano, donde las calles de tierra son la mayoría y unas pocas de asfalto son las únicas transitables. Las casillas de madera y chapa se hacen lugar entre otras pocas de cemento, sin terminar. Todas dan refugio a miles de NBI (Necesidades Básicas Insatisfechas), como se llama eufemísticamente a los pobres. Acá muchas familias cocinan a leña, aunque el gas natural pasa a metros de sus casas. La otra posibilidad son las garrafas, pero a 24 pesos la de diez kilos se transformó en un buen recuerdo, como la carne, la leche o las frutas. La base de la alimentación es guiso, soja, torta parrillera y mate cocido.

Mientras María pide «no detenerse sólo en que los chicos no pueden ir a la escuela, hay que apuntar a las causas», Jimena, la hermosa de 2 años sigue tironeando a su mamá y se le vuelve a colgar del cuello.
                                                                   

«Te da dolor e impotencia»

Dos pequeños riachuelos de cada lado de la angosta calle de tierra, perros flacos que ladran a los visitantes y pibes de variadas edades, descalzos, jugando a la pelota y «a la pelea». Es el barrio El Provincial, de Quilmes, a 30 minutos de Plaza de Mayo, un lugar tan olvidado que los políticos no lo visitan ni en vísperas de elecciones. Ahí vive Susana Acosta, de 51 años, que enviudó hace ocho meses cuando un cáncer de pulmón le arrebató a Ernesto, su compañero de toda la vida. Hacía algunos meses, el Dios a quien reza se llevó a su hija, asesinada por su pareja, y le dejó a una nieta de 4 años en guarda provisional. Además, vive con sus hijos Juan Carlos, de 16, y Mariela de 12. Al inicio de la charla parece tímida, pero sólo parece. En segundos se lanza con un monólogo de una lista dolorosa de las injusticias que padece. En los primeros lugares está el que sus hijos no hayan empezado las clases.

«Te da dolor e impotencia. Uno sabe que para que ellos tengan posibilidades de algo mejor a lo que vivimos nosotros tienen que estudiar y ellos quieren hacerlo. Por eso la impotencia de no tener, ya no digo para una zapatillas sino un peso para una carpeta o un lapicera. Siempre hablamos que hasta para limpiar la calle piden estudios», es lo primero que cuenta esta entrerriana de pelo canoso y ojos grises que a los 10 años llegó hasta el sur del Gran Buenos Aires con toda su familia y sólo pudo estudiar hasta cuarto grado. Al mismo tiempo, pide perdón porque sus hijos no participan de la entrevista; es que hace unas horas les llegó una propuesta que no podían despreciar. A Juan Carlos lo tentaron con diez pesos a cambio de una jornada colgando pasacalles. A Mariela, una familia «con trabajo, de las pocas que hay por acá» le prometió una cifra similar por hacer los mandados toda una semana. «Los dos me dijeron que con esa plata van a poder empezar la escuela», explica contenta.

Juan Carlos está en noveno año, su edad delata algún abandono o una repetición de antaño. Pero la madre, orgullosa, prefiere no ampliar sobre el tema; en cambio, remarca que «es muy inteligente. Yo le digo que a él sí le da la cabeza y por eso me duele tanto no poder ayudarlo para que termine» y se entusiasma al recordar que ahora sólo le faltan unas hojas -que en los kioscos del barrio se venden «sueltas» de a dos por quince centavos- «porque un amigo ya le regaló un par de zapatillas». Mariela está en séptimo y, según confiesa su mamá, anda medio triste porque sus amigas empezaron hace una semana y ella sólo las ve pasar.

Desde las calles de tierra cercadas por los pequeños riachuelos -que cuando llueve no son tan pequeños-, Susana advierte que ni siquiera podrá comprar este diario donde saldrán sus dichos y, aunque no es socióloga ni tiene un master en el exterior para que los medios la consulten sobre los problemas sociales, dispara con una exactitud envidiable: «Tanto que los chicos de estos barrios no vayan a la escuela, como que tengamos que almorzar y cenar en comedores comunitarios, que los merenderos estén recontrallenos, que no tengamos casas de material y que los pibes anden en patas tiene una sola causa: que unos pocos se están quedando con lo que debe ser de todos»

 Publicado en el diario Página12 el 22 de marzo de 2004