Un día antes de la audiencia a la que convoca la Corte para determinar sobre la prohibición del desmonte en Salta, los wichí cuentan cómo se las arreglan para defender su tierra y su medio de vida ante el avance permanente de las topadoras.

Desde Tartagal, Salta

la-valla-a-la-topadora-se-llama-wichiLa ruta nacional 86 es un ancho camino de tierra en el norte de Salta. Comienza en Tartagal y -170 kilómetros después- finaliza en la frontera con Paraguay. Monte nativo, árboles añejos y pobladores originarios sobreviven a ambos lados de la ruta. Es la zona más preciada por los grupos sojeros y madereros, que pugnan por ingresar, deforestar y obtener ganancias. La defensa del monte nativo no la realiza ningún gobierno, sino las comunidades wichí que resisten a base de acción directa: piquetes, cortar alambres, frenar topadoras y enfrentar gendarmes. En diciembre pasado tuvieron un aliado circunstancial: la Corte Suprema de Justicia ordenó el cese de los desmontes autorizados en el último trimestre de 2007 y fijó fecha para una audiencia de las partes. Mañana será ese momento, cuando escuchará a las comunidades y también a la provincia y el gobierno nacional, que deberán explicar por qué se continúa arrasando territorio indígena. Los referentes indígenas muestran expectativa y escepticismo, en partes iguales. Y reina una certeza: «La cuestión de fondo es la tierra, no el desmonte».

La lucha por la tierra

Las brasas hierven el agua y el mate no comienza. Una ronda de personas, miradas perdidas y silencios incómodos confirman que los wichí son de los originarios más retraídos. Largos minutos de explicar el fin de la entrevista, pero cuesta lograr confianza. «Los periodistas trabajan para el Gobierno y los sojeros y madereros. Los endulzan (dan dinero) y ya opinan a favor del poderoso», dispara Antonio Cabana, referente de las luchas en la región, wichí que no ha podido ser dominado por políticos, iglesias -muy fuertes en la región- ni ONG (acusadas de manejar asistencia como si fueran pequeños estados).

Aclarado y justificado el recelo, Cabana admite la importancia de que la Justicia frene las topadoras, pero corre por izquierda a todos los preocupados sólo por la deforestación. «Ya hay leyes que dicen parar topadoras y reconocer nuestra tierra. Pero el mismo blanco que las escribe, un poco después las borra. Así el desmonte no para y nosotros seguimos sin tierra. Eso, anote eso, la tierra es lo importante, después viene el desmonte. Si no tengo tierra, no puedo frenar la topadora. Es fácil de entender ¿no?»

A la vera de la ruta 86, y sobre la cuenca del río Itiyuro, viven ancestralmente quince comunidades, unas 2500 personas que habitan y obtienen sus alimentos de las 150 mil hectáreas linderas. Desde hace décadas reclaman títulos de propiedad, pero son desoídas sistemáticamente. Siguen practicando la caza, recolección y siembra estacional, su forma de vida ancestral.

Rafael Montaña trabaja hace diez años junto a las comunidades de la zona y es representante del Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (Iwgia) en Salta. «Se repite la historia de todo el norte del país. Los sojeros avanzan sobre tierras de paisanos (indígenas). Hay actores muy fuertes: sojeros, madereros, políticos y jueces. Ni con el reciente fallo de la Corte se frenaron un poco, siguieron desmontando como si nada. Ya ingresaron a algunas zonas, pero que no hayan entrado a toda la región tiene una sola explicación: los paisanos ponen el cuerpo y no se la hacen fácil.»

La exigencia de las comunidades más duras (Kilómetro 6 y Tonono) es clara: la titularidad de las 20 mil hectáreas en las que viven. «Y no vamos a dejar que nos corran. En nuestro derecho. Estamos jugados», advierte Lorenzo.

John Palmer, antropólogo inglés con treinta años en Tartagal, es el apoderado de la comunidad Hoktek T’oi, en el kilómetro 18 de la ruta 86. No comparte los métodos de Cabana y Lorenzo, pero sí los males que sufren. «El área de la ruta 86 es codiciada por los productores sojeros. Si no se frena su avanzada, son hectáreas condenadas al monocultivo», lamenta.

En Hipólito Yrigoyen, departamento de Orán, la comunidad guaraní Estación El Tabacal mantiene un conflicto desde hace seis años con el ingenio azucarero San Martín El Tabacal. Mara Puntano es una histórica abogada de derechos humanos, organizaciones de desocupados y pueblos indígenas. «En Salta seguimos como en época de la Colonia. Empresas de maderas, soja o petroleras entran a territorios indígenas y hacen lo que quieren. Son un gobierno paralelo. Y siempre con venia política.»

Las comunidades son conscientes de que, de abandonar su tierra, el único camino será su traslado a las márgenes de las grandes ciudades, lo que significa un choque para su forma de vida. «Hay mujeres del monte que nunca en su vida vinieron al pueblo. Imagine lo que les espera si las echan de su tierra. Queremos lo nuestro, no vamos a ir a mendigar al pueblo», explicó Oscar Lorenzo, también cacique y wichí de la ruta 86, sobre el kilómetro 6. Y por eso se explican las acciones directas, noches cortando kilómetros de alambres y postes sojeros, y días enteros frenando topadoras (hasta que éstas se retiran de las tierras ancestrales).

Una causa compleja

La Corte Suprema de Justicia ordenó en diciembre último, por pedido de siete comunidades indígenas y una organización de pequeños productores, el cese de desmontes en los departamentos salteños de San Martín, Orán, Rivadavia y Santa Victoria. Todas las comunidades indígenas reconocen la importancia de la intervención de la Corte Suprema, pero también explicitan sus matices.

«Será importante que la Justicia frene para siempre a los empresarios, pero más importante es que nos deje hablar por nosotros mismos, sin políticos ni iglesias ni ONG ni universidades en el medio. Ellos siempre nos usan», acusa Cabana, y deja al descubierto el rol paternalista del que son acusadas las instituciones tradicionales del lugar. Quieren estar presentes, pero el costo del viaje le hace imposible concurrir.

Mara Puntano explica que la Corte solicitó que se unificara la demanda en una sola personería jurídica (de las ocho que presentaron), lo cual implicaría que las más fuertes (según Puntano, las más «paternalistas») harán prevalecer sus voces. «Hay un grave riesgo de dejar fuera de la audiencia a las comunidades de base. Los que pelean en el día a día serán desoídos», advirtió Puntano, que reconoce el papel del Supremo Tribunal, pero también sus limitantes: «El mundo indígena es muy complejo. Nadie puede entender su envergadura sin visitar las zonas y escuchar la gran multiplicidad de voces».

Palmer agrega otra cuestión conflictiva: la tala de árboles. Los wichí son un pueblo hachero desde que fueron introducidos, por la fuerza, al mercado laboral. Manejan el hacha con gran habilidad, desde temprana edad son empleados (siempre a muy bajo precio) por las madereras de la zona. En algunos casos también usan la madera como un recurso económico (aunque en mucho menor medida que las grandes empresas). «Todas las comunidades rechazan el desmonte (cuando pasan las topadoras y dejan tierra arrasada), pero no así la tala, que en muchos casos es una fuente de ingresos. Si la Corte quiere prohibir la tala, los wichí no acompañarán de forma unánime», advirtió el antropólogo.

Según el Convenio 169 de la OIT (legislación internacional indígena) y la Constitución, los pueblos indígenas deben ser partícipes en las decisiones que implican sus recursos naturales. Traducido: ni siquiera la Corte Suprema puede decidir de forma unilateral sobre sus bosques.

Luego de dos horas de entrevista, el cacique Cabana ya entró en confianza, convida mate y la charla se ha vuelto amable, pero no cede ni un centímetro: «La ruta 86 es territorio indígena. Si viene la topadora, aunque se los permita la Corte Suprema, no la dejaremos pasar. Sabemos que el alambre es sufrimiento. Le pondremos nuestro lomo, seguiremos peleando. Y correrá sangre».

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La tala y la soja

Según el último Inventario Nacional de Bosques Nativos, realizado por la Secretaría de Medio Ambiente, entre 2002 y 2006 dejaron de existir en la Argentina 1.108.669 hectáreas de bosques nativos, 280.000 hectáreas por año, que equivalen a 759 por día y 32 hectáreas por hora. Salta encabeza las estadísticas de desmonte: en solo cuatro años, entre 2002 y 2006, el sector privado arrasó 414.934 hectáreas, más del doble del registrado entre 1998-2002. En 2007 superó todas las expectativas: autorizó talar 435.399 hectáreas. La misma Secretaría de Ambiente remarcaba que la deforestación se produce para destinar esas superficies a la agricultura, en especial al cultivo de soja, y en segundo lugar para la industria forestal.

El lunes 9, el gobernador Urtubey hablaba con los medios locales y reconocía que la deforestación podía ser un factor determinante del alud. El martes cambió de opinión: aseguró que el desastre se debió a lluvias que provenían de Bolivia y rechazó la posibilidad de que el desmonte haya tenido alguna incidencia. «En los últimos catorce meses no se ha autorizado talar árboles. Lo que ha pasado es que se ha desbarrancado parte del cerro», explicó el gobernador. No señaló que la Ley de Bosques, reglamentada el pasado viernes -catorce meses después de ser aprobada- prohíbe nuevos permisos.

En diciembre pasado, la legislatura provincial, con mayoría oficialista, aprobó el ordenamiento territorial exigido por la Ley de Bosques. Según la norma, cada provincia debía realizar un catastro que determine categorías de bosques según colores: rojo (de alto valor de conservación y que no deben tocarse), amarillo (de aprovechamiento limitado) y verde (que podrían talarse).

La norma establece que ese mapeo debe contar con participación campesina e indígena. Todas las organizaciones ambientales y comunidades indígenas la rechazaron por inconsulta y por el agregado de artículos que permitirán el desmonte de al menos 1,6 millón de hectáreas.

 

Publicado en Página/12 el 17 de febrero de 2009